Sobre hogares y entierros.


Hace un tiempo un amigo me dijo – algo así – que si su mente fuera un hogar, y sus seres queridos los moradores, los libros serían algo así como el mobiliario con el que la adecúa, a la manera de regalos que se hace a sí mismo y a quienes ama para que uno y otros no se sientan tan solos.

Esta manera personal y romántica de entender la experiencia vital de mi amigo no solo me conmovió – Gracias por regalarme tantos libros y devorarte los que te recomiendo – sino que dio origen a otra pregunta más inoportuna que me empezó a dar vueltas: si mi mente fuera un hogar, ¿cómo sería? Me lo preguntaba en condicional, aunque lo cierto es que ya daba por hecho que mi mente era un hogar, y que seguramente tendría moradores y mobiliario – de algún tipo.

Ojala mi hogar tenga fuego – pensé, acordándome de mis clases de Historia y Filosofía del Derecho en la universidad, en las que aprendí la etimología de la palabra hogar. Derivado del latín tardío focare «hogar» (lugar en la casa donde se prepara la hoguera), luego  se usó para referirse a la casa misma o a la familia que habita en ella.  En esa clase estudiamos La ciudad antigua: estudio sobre el culto, el derecho y las instituciones de Grecia y Roma, obra del historiador francés Fustel de Coulanges.

En ella, Coulanges explicaba cómo los dioses Lares de la antigua religión romana dieron origen al asentamiento de hogares, y a la propiedad privada en general. Según el análisis de Coulanges, el lugar donde estaban enterrados los ancestros de una persona determinaba el lugar de su asentamiento, dado el deber de los vivos de rendirle culto doméstico,  culto que en muchas ocasiones, implicaba al sostenimiento de una llama u hoguera sagrada. Curiosamente, la diosa romana Vesta se consideraba la diosa del hogar, asociada a la tierra (elemento indispensable en el rito de la sepultura) y, especialmente, a la «guardia del fuego sagrado». Por tanto, el lugar donde estaban enterrados tus muertos se convertía en tu hogar.

Todos estos pensamientos me transcurrían a la par en que atravesaba varias pérdidas en mi vida, más dolorosas de lo que quisiera admitir. Así que dejé de insistir en escribir sobre cualquier cosa unos días y me dediqué a dormir la tristeza, esperanzada, también, en que la sabiduría pura del sueño se impondría sobre la altisonancia de mi vigilia.

Mi sueño de hogar mental no solo no tenía fuego, sino era una fotografía del purgatorio: un lugar lúgubre, lleno de antiguos amores inoficiosos que penaban a la espera de su liberación final. Me di cuenta que los mantenía cautivos, sí, pero también sometidos a tortura. Revivía a estas personas que alguna vez quise y las forzaba a reproducir, en bucle, cada discusión y adiós en mi mente (los reales y los que me parecían más hirientes para ellas). Las obligué a escuchar una y otra vez los reproches por sus ausencias, lo injustas que me parecían sus motivaciones para irse, e incluso las obligaba a decirme lo desdichadas que eran sin mí. Me encontré junto a las zanjas vacías de A, de E, de G y de J, pero  sus cuerpos seguían sin sepultura, expuestos a mi obsesión cruel.

Cuando desperté del sueño, pensé inmediatamente en Antígona, mi heroína favorita de la tragedia homónima de Sófocles. Antígona era hija de Edipo, el rey de Tebas, protagonista también de su propia tragedia. Edipo desposó, sin saberlo, a su madre. Peor aún, concibió con ella 4 hijos, dos varones – Eteocles y Polinices –  y dos mujeres – Antígona e Ismene. Desterrado y muerto el padre, los dos hijos varones acordaron que se sucederían el trono de Tebas cada año. Transcurrido el primer año de reinado de Eteocles, este se rehusó a ceder el trono a Polinices, por lo que este último buscó el apoyo de Argos, un pueblo rival de Tebas y desencadenó una guerra civil en que murieron ambos hermanos, siento este el punto de partida de la tragedia de Antígona.

Antígona era una mujer audaz, que se atrevió a desafiar la prohibición impuesta por Creonte, su tío y regente de Tebas, de enterrar a Polinices, como castigo por su traición a la ciudad. Para los antiguos griegos, la sepultura era un ritual sagrado que permitía el descanso de las almas y preservaba los cuerpos de la mutilación por parte de las aves carroñeras y otros animales necrófagos. Se trataba de un acto solemne para completar el proceso de morir y pasar al otro plano. Dicho de otro modo, "sin sepultura las almas no van al Hades", por lo que el impedir los actos fúnebres se convertía en el peor trato que uno pudiera recibir jamás.

Me di cuenta de que en mi “hogar mental”, yo era, a la vez, la Antígona y el Creonte. Una parte de mí anhelaba sepultar a estos Polinices que se habían ido de mi vida y cumplir con el deber de liberarlos(me), pero otra se ensañaba con retenerlos, aun si ello implicaba perpetuar la fantasía de su sufrimiento (y me asegurara el mío, por demás). ¿De verdad estaba dispuesta a vivir eternamente en una necrópolis?

Como ya conocía la tragedia de Creonte, decidí que no haría como él y me dispuse a conciliar el sueño otra vez. En la continuación de mi sueño cedí ante el orgullo herido por su partida y decidí abrazar los cadáveres de mis seres queridos por última vez. Luego, los acomodé en su zanja, con su mortaja y procedí a honrar todas esas cualidades que entrañé y agradecer cada enseñanza que me dejaron. Recordé que según la antigua tradición debía rendirles un sacrificio, una libación y derramé vino sobre la tierra, antes de inhumarlos y suscribir sus epitafios. Finalmente, oré por ellos y les deseé un buen viaje. Sentí un alivio que me duró hasta después de despertar.

Tal vez este ejercicio simbólico sea un buen inicio. Quizá un día mi camposanto mental se pueble de flores de jardín y de criaturas polinizadoras, que lo hagan más fértil y colorido. No sé qué clase de mente tengas tú y no está en mí hacer suposiciones al respecto, pero es interesante el acto de preguntárselo, porque pasamos la mayor parte de nuestras vidas al interior de nuestras propias cabezas. Hagamos de ellas un lugar bueno para estar. Hagamos de ellas un hogar.


Dato curioso: de acuerdo a autores como Menandro, el equivalente griego para referirse a los dioses Lares romanos son los “Daimones”.

                    

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